28 octubre, 2007

Yo tampoco fui a Roma.

Todavía quedan muchas buenas personas que hacen que se pueda creer en aquella Religión en la que me educaron mis padres, a pesar de quien la dirige. Continuamente nos lo ponen muy difícil. Por ejemplo, hoy domingo en Roma, una más.

La Jerarquía, actuando como algunos políticos intransigentes ultras, y algunas otras personas (Isasi y Compañía) que se dedican a repartir carnets de Cristianos, cual si fueran los dueños y señores de la Iglesia (y otras identidades varias), únicamente porque creen que con ir a comulgar los domingos (y días de guardar), eso sí, cuando la parroquia está llena, por eso de aparentar, son los que pueden dar lecciones al personal. Pues no. No es así.

Como decía, por eso de ir al grano, gentes como los Salesianos, La Salle, Sacerdotes anónimos (Félix el de Saja, Rodolfo en Casalarreina) y tantos otros... (que yo conozco), hacen que podamos darle un margen, no ya a la Iglesia (concepto algo más amplio), sino a Sacerdotes que siguen cumpliendo el autentico mensaje cristiano.

Os pongo un maravilloso artículo que un dominico, como la orden de nuestro Convento (no va nada), que ha tenido el coraje de publicar ayer en El País. Conmovedor. Es un poco largo, pero merece la pena. Feliz año Jubilar dominico.



"Otra vez, la jerarquía eclesiástica española con sus heridas y sus mártires como coto privado, como legado exclusivo, y no como invitación al recuerdo fraterno, católico por universal, de esta herencia terrible, común a todos los españoles de cualquier credo o ideología, de crímenes y dolores sin cuento que fue nuestra Guerra Civil y su vértigo posterior de vencedores y vencidos. Como son patrimonio común Auschwitz e Hiroshima, heridas abiertas en la conciencia de la humanidad entera.

La jerarquía española siempre vuelve con esta visión martirial en beneficio propio que nos hiela el corazón a muchos. Y lo hace con una campaña masiva y agitada para mover las voluntades hacia la gloriosa ceremonia de beatificación en la Roma imperial y vaticana, mañana, domingo. Como si se tratara no del recuerdo dolorido de unas personas víctimas cruelmente sacrificadas, sino de exaltar el martirio al precio que sea; de una suerte de soberbia u orgullo espiritual competitivo que hay que exhibir a bombo y platillo en contra de alguien. Y hasta en algunos medios (escúchese la Cope; bueno, no; mejor, no) pareciera que esos mártires son un arma arrojadiza que usar en las contiendas políticas actuales de unos partidos contra otros.

Yo, católico y sacerdote dominico, estoy sintiendo un frío otoñal en el alma, antiguo ya y repetido, por esa jubilosa llamada con que comienza el mensaje oficial de la Conferencia Episcopal Española: "Os anunciamos con profunda alegría la beatificación de 498 hermanos, de los muchos miles que dieron su vida por amor a Jesucristo en España durante la persecución religiosa de los años treinta". ¿Profunda alegría, celebraciones jubilosas y masivas peregrinaciones para festejar muertes injustas y feroces? Yo no siento alegría, sino una terrible tristeza ante el recuerdo de sus vidas rotas, del horror de aquella persecución religiosa en el marco de una guerra civil, criminal y fratricida, atroz. Guerra civil que llenó de víctimas los dos bandos enfrentados.


Nací y fui educado sentimental e ideológicamente en un bando. Pero hace tiempo que hui de la visión parcial, y de la sola sangre de unos, hacia la comprensión de aquella guerra desde el rostro sacrificado de las víctimas, de todas las víctimas. Y eso lo he aprendido no sólo en los análisis de historiadores sobre los distintos factores y responsabilidades que confluyeron en la contienda civil -entre otros, el alineamiento político expreso y partidista de la mayoría jerárquica católica de entonces, que no hizo de fuerza de mediación, un alineamiento por lo que habría que pedir perdón-, sino, antes y después de eso, en el camino propuesto por Jesús de Nazaret, que practicó con sus obras la enseñanza de la parábola del Buen Samaritano: todo hombre herido, víctima aherrojada, es mi prójimo.

Por eso me duele la soberbia exhibición mayestática y pontifical de alegría, esa remarcada memoria sólo de unos, de quienes fueron sacrificados por motivos religiosos ¿Y los que lo fueron por otros motivos en aquella encrucijada de intereses, de pasiones y venganzas que incendió España? ¿Acaso todos no son mis prójimos?

Sí lo son porque me identifico con el Buen Samaritano de la parábola y no con el sacerdote que da un rodeo para no mancharse legalmente con la sangre de la víctima. He aprendido en la herencia del Cristo a tener horizontes y sentimientos universales -católicos-, según el espíritu de las bienaventuranzas. No a sentirme miembro de una Iglesia autista e inmisericorde que sólo mira los intereses y heridas de sus socios de carnet. Para quienes aceptamos un Dios Padre, todo hombre es nuestro hermano por encima de razas, credos y fronteras.

No quiero olvidarme que esto lo he aprendido en la comunidad católica, donde hay visiones y sensibilidades muy distintas a la hora de valorar histórica y evangélicamente el complejísimo fenómeno de la Guerra Civil. Y desde luego, de sus víctimas. Pero, amigo, hay quien manda e impone voces únicas en los escaparates oficiales.

A pesar de todo, agradezco a la jerarquía española que me haga una llamada al recuerdo de los católicos asesinados. Su memoria, olvidada en la lejanía del tiempo, da calor a mi corazón de hombre y creyente en estos días fríos ya del otoño. Pero no iré a Roma, a esas concentraciones faraónicas, costosísimas, que honrarán sólo a algunos. Me acercaré, sí, a lugares de víctimas de uno y otro bando y les honraré con unos minutos de silencio desolado. Un domingo iré a Monsagro, a los pies de la Peña de Francia salmantina, donde nacieron dos dominicos sacrificados. Otro domingo visitaré la fosa anónima, oculta en un jardincillo pegado a la pared de la iglesia de Pelabravo -Salamanca- de donde hace unos días fueron desenterrados los restos de 14 personas sacrificadas por asesinos del bando franquista. Así querría hermanar, con un gesto íntimo, desnudo de cualquier ceremonia, bandera o credo, a todas las víctimas de la Guerra Civil. Antes de que nos devore de nuevo el invierno del olvido. O el frío de los odios fratricidas."

Quintín García González es sacerdote dominico, periodista y escritor.

4 comentarios:

riojano dijo...

Muy interesante el artículo. Especialmente para quienes estamos relacionados con el cristinismo de base y progresista.

Te leo a diario desde los madriles.

Un abrazo,

Anónimo dijo...

Pero ¿cómo? ¿Isasi comulgando, y faltando al octavo mandamiento?
En las calderas me veré con él.

Félix Caperos dijo...

Gracias Pablo, yo también te leo a diario desde mi pueblo. Que vaya todo bien por Madrid.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Todo un acierto Félix el haber elegido este texto.
Enhorabuena.