De Santos Juliá se puede decir muchas cosas, pues sólo su edición de los papeles de Azaña bastarían para escribir un blog entero sobre él. Es grande. Personalmente no siempre coincido con él (pues sólo faltaría...), pero también es cierto que es lo primero que busco el domingo para leer en El País (ahora junto a Público), en rivalidad con el gran Juan José Millás -que adelanto: hoy está magistral versando la figura de Esteban González Pons, no os la perdáis-, pero he preferido colocar en este blog el análisis que realiza Santos Juliá sobre la elección del Presidente del Poder Judicial, pues aunque no es muy favorable a Zapatero y a Rajoy (de Rajoy me da igual lo que se diga, pues ya sabemos lo que hay), creo que te hace pensar más allá de la inmediatez y del corto plazo. No tengo que expresar mi admiración personal por el Presidente del Gobierno, pero yo también hubiera preferido otro Presidente del Poder Judicial. Alguien que no invocara constantemente el derecho divino. Veremos a ver si también esta vez Zapatero acierta como en otras ocasiones. Así lo espero (y confio).
Pero por si acaso, leer con atención el artículo de Santos Juliá del que, por cierto, guardo un grato recuerdo personal, pues fue él (maestro de historiadores) quien me entregó la insignia de fin de carrera en Logroño, y donde pude saludarle (un poco frio y distante, también hay que decirlo, aunque por ello no menos magistral) y donde hace un análisis que muchos progresistas piensan, pero no dicen.
AMEN (por Santos Juliá)
También tiene su gracia que el continuado despropósito en que ha consistido la prolongación de la vida del anterior Consejo General del Poder Judicial, con violación flagrante de la Constitución, y su renovación haya venido a culminar en la iglesia de Santa Bárbara, símbolo por excelencia de la fusión de todos los poderes espirituales y temporales en el Madrid de la dictadura. Todavía recordarán los mayores del lugar aquella ceremonia medievalizante en la que el cardenal Gomá, primado de las Españas, fundió en estrecho abrazo su venerable figura con la marcial apostura del general Franco, generalísimo de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire. Era el 20 de mayo de 1939 y el invicto caudillo, rodeado por más de una veintena de obispos, depositó su espada victoriosa a los pies del Santo Cristo de Lepanto, traído de Barcelona para tan fausta ceremonia.
No se ha inaugurado un régimen nacional y católico en esta ocasión, sólo se ha procedido a celebrar una Misa de Apertura del Año Judicial, que ya se las trae. Pero el presidente del poder judicial, recién propuesto, designado y nombrado por el presidente del poder ejecutivo, habrá oído seguramente de labios del presidente del poder eclesiástico impetrar a las alturas una bendición similar a la que puso fin a la ceremonia de Santa Bárbara: "El Señor sea siempre contigo. Él, de quien procede todo Derecho y todo Poder, y bajo cuyo imperio están todas las cosas, te bendiga y con amorosa providencia siga protegiéndote..."; bendición que ya impartió el arzobispo toledano Quirico al rey Wamba 1.266 años antes de que el cardenal Gomà, un corpulento catalán de Tarragona, envolviera en un efusivo abrazo al generalísimo -como escribe Gonzalo Redondo- y 1.335 años antes de esta llamada Misa de Apertura.
Y es que el tiempo no pasa sobre las realidades eternas y al final los pecados del poder ejecutivo vienen a lavarse en el agua bendita del poder eclesiástico. Tanta violencia ejercida sobre la Constitución durante estos dos últimos años; tanto pacto por la justicia, o sea, cuántos me llevo yo y cuántos te llevas tú; tanto descaro al recordar a cada uno de los miembros del Consejo quién manda aquí; tanta dejación del Parlamento o, peor aún, tanta desvergüenza de diputados y diputadas al recibir entre aplausos, palmaditas y besos a quienes, como exclamó uno o una de ellos o de ellas: ¡pero si son de los nuestros o de las nuestras!; tanto desprecio a la opinión que asiste atónita a la rendición de la clase judicial sin nadie que levante una voz contra esta farsa, para luego venir a escuchar misa en la iglesia de Santa Bárbara.
¿Nadie va a reaccionar? ¿No quedan magistrados, jueces, fiscales, juristas de reconocido prestigio capaces de proclamar bien alto que esto no puede seguir así? No se explica, la verdad, que el presidente del Gobierno se reúna con el jefe de la oposición, lleguen a un acuerdo sobre la persona que será nombrada presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ y lo pregonen a los cuatro vientos para que ninguno de los nuevos consejeros con ínfulas de independiente se llame a engaño: la primera competencia que la Ley Orgánica del Poder Judicial les atribuye -"propuesta por una mayoría de tres quintos para el nombramiento del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo"- ha sido objeto de mofa por la pareja que les ha nombrado. Eso, para que los nuevos consejeros vayan aprendiendo, si es que les quedaba algo por aprender.
Esta invasión de organismos del Estado, diseñados sobre el papel para garantizar el control y equilibrio de poderes, hasta convertirlos en terminales de los partidos, constituye uno de los más graves quebrantos de nuestro sistema democrático: tanto se ha vulnerado la Constitución en las relaciones del poder ejecutivo con el judicial, que ya forma parte de las costumbres políticas y se repite en cada ocasión a las bravas y por la cara. No afecta sólo al CGPJ, aunque en su caso, por la relevancia de su función y por ser el judicial uno de los tres poderes clásicos del Estado de derecho, los resultados, como se puede apreciar por la comatosa administración de justicia que padecemos, son una verdadera catástrofe.
Consciente tal vez del espurio proceso que le ha llevado a la cima del poder judicial, su nuevo y dignísimo titular ha peregrinado a Santa Bárbara para sentir el eco de la consoladora y milenaria plegaria de los arzobispos Quirico y Gomà: "El Señor, de quien procede todo Derecho y todo Poder, te bendiga". Y el coro de los recién designados consejeros que responda: "Amén".
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